Tenía un amigo que un día me contó que había «diseñado» a la mujer ideal para él. Y que así ya no se equivocaría más a la hora de elegir pareja.
La quería: rubia, con el pelo liso y largo, cinco años más joven que él, de más de metro setenta y cinco, ojos azules claros, labios carnosos, extranjera, culta, divertida, que le gustase ir a la montaña, que le gustase viajar, una talla 95 de pecho y buen culo, sin celulitis, que ganase al menos 2000 euros al mes, que no quisiese tener hijos, simpática, nada celosa y que no le gustase discutir.
—¿Qué te parece, Joan?
—Ah, está muy bien.
—¿Y?
—Tengo dos cosas que decir.
—Dime.
—La primera: ¿y una tía así seguro que te elegiría a alguien como tú?
—… ¿y la segunda?
—Te vas a quedar soltero. Fijo.
Cuidado con lo que le pides a la vida. No vaya a ser que no le queden.
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