Había un chiquillo. Se llamaba Miquel. Tenía su pupitre delante de la mesa de la profesora porque era la única forma de tenerlo vigilado. No porque hiciese algo sino porque no hacía nada. Nada de nada. Se pasaba las horas callado y quieto. No interactuaba. Estaba ahí pero no estaba ahí.
Un día, la profesora nos preguntó “¿qué es lo que más miedo os da del mundo?”.
Yo dije “las arañas”. Otro dijo “la guerra”. Él dijo “mi padre”.
Por lo visto, su padre bebía y le daba palizas a diario. Nunca notamos nada.
Pasó así toda su etapa en el colegio y luego ya no lo volví a ver hasta los treinta.
Me lo encontré en un bar, tomando un café con leche, mientras hablaba y reía con el camarero y un amigo.
Le dije “hola, Miquel, ¿te acuerdas de mí?”.
Me respondió “claro que sí, Joan, ¿qué tal todo?”.
Le contesté “parece que estás muy bien, me alegro mucho”, y justo en ese momento entró una mujer, besó a Miquel y dos niños pequeños aparecieron corriendo para abrazarlo. Eran sus hijos.
Dijo “te presento a mi mujer y a mis hijos”.
Todos sonreían. Felices.
Todo puede cambiar.
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