Gratitud.

Yo he jugado así. Diría que en bastante peor lugar. Cemento/lija. Mi colegio estaba pegado a una abandonada estación de tren donde los pobres yonkis iban a chutarse. Había tantas jeringuillas tiradas como niños curioseando.

Aún se iba a pie al colegio. Decenas de niños cruzaban el pueblo. Ríos de inocencia y asfalto.

Si querías jugar ibas al barrio de tu pandilla y al llegar a la colmena en forma de bloques de pisos al por mayor dabas gritos hasta que una cabeza asomaba por una ventana.

Los campos de fútbol con mucha tierra nos parecían el Bernabéu. No tenemos apenas fotos de nuestra niñez porque revelar fotos era un lujo.

Cuando había balones eran de color «viejo y barato». El chándal llevaba más parches que cualquier bici.

Un coche abandonado era una atracción y una turba.

A los 10 años ya habías terminado cogido del cuello con un amigo (o no amigo) en un suelo sostenido por bubbaloo y Marlboro.

Pero teníamos corazón. Lo teníamos y todo el mundo hacía lo que podía.

Éramos salvajes pero felices. Apreciábamos lo que teníamos y no pedíamos más.

La cuestión es: ¿cómo coño voy a quejarme de nada de lo que me pueda suceder ahora?

No podríamos vivir mejor. Si estás leyendo esto y yo lo estoy escribiendo es que, en el fondo, estamos viviendo un milagro.

Admítelo.

Paz.

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