31 de agosto, 2018.
Este martes mi hijo tuvo que ir al dentista. Creo que ni él ni yo queríamos, aunque debíamos ir.
Le dolía una muela y ambos nos olíamos el final. Él obviaba la conversación previa, yo obviaba que sabía que la obviaba.
A pesar de la amabilidad olía amargo ahí dentro. Tanta limpieza no es de trigo limpio. El esfuerzo por la asepsia siempre me pareció sospechoso.
Antes de que pudiera darme cuenta ya le estaban inyectando el anestésico en la boca con una jeringuilla, a traición, sin avisar. Ellos sabrán. En ese momento la vena de mi frente era casi fálica. Sentía un fuego dentro que terminaba conmigo sacando a mi hijo de ahí en brazos y saltando por una ventana rompiendo el cristal con la cabeza. Pero como le quiero no puedo caer en lo fácil. Me puse el traje de papá normal y corriente a cambio. La muela salió y nos marchamos.
Le di un abrazo nada más levantarse de la hamaca de tortura y le dije que estaba orgulloso de cómo se había portado.
Percibía descoloque y aturdimiento en su cara. No sabía si estar enfadado por la puñalada bucal o estar contento porque había terminado más rápido de lo que creía. Al salir de la clínica, le pregunté si quería hablar de lo que había pasado. Me dijo que no. Así que hablamos de videojuegos y el Minecraft de las pelotas.
Me guardé las mil caricias condescendientes. Compadecerme de él y sentir pena era lo fácil. Que me diera pena lo que había vivido podía desviarle de la introspección, del análisis, de pensar en ello. De él, para él. Como le quiero, no podía caer en lo fácil, que era quitarle eso.
Últimamente pienso que cuando te compadeces de alguien le cortas un trozo de ala. De libertad. Bastaría con estar cerca para dar toda la ayuda necesaria, pero a dos metros mejor. Mejor sería dejar espacio que un Kleenex.