Estábamos en un pub irlandés. Serían las tres de la mañana. Seríamos unos seis. Ellos, alguno más.
Entre dos sorbos de cerveza caliente se armó un proyecto de pelea.
Me puse de pie buscando al alfa. Noté que uno de los míos se ponía detrás de mí y me preguntó, con angustia, si creía que íbamos a ganar. Le contesté: «No tengo ni puta idea».
–¿Y entonces? –me preguntó.
–Entonces nada. No podemos salir corriendo. –le contesté.
–Yo no quiero pelear.
–Yo tampoco, pero a veces no puedes elegir tío. Hostias no creo que se pongan a pegar tiros.
–¿Qué va a pasar Joan?
–Algo me dice que lo verás. Abre bien los ojos.
Encontré al alfa.
Me lo quedé mirando como si el resto de la realidad se hubiese volatilizado. Me devolvió la mirada. Me sacaba quince kilos pero le di a entender que todo aquello no le iba a salir gratis. Tendría que sudar esos quince kilos extra.
De repente pasó algo que ya había visto otra veces.
Uno de ellos saltó una carcajada y dijo que estaban bromeando. Que ya se iban. Se acercó a mí para darme la mano. Se la di mientras le vigilaba el otro brazo, por si era un truco. No pasó nada y se marcharon.
Me quedé pensando que las personas fuertes se llevaban los mismos golpes que las débiles. Seguramente más. La única diferencia estaba en la forma de encajarlos. De digerirlos. Esperarlos. Aceptarlos.
Puede que la clave sea esa, la aceptación.
Los fuertes aceptan la vida tal y como es porque la conocen.
Y como la conocen y la aceptan, la aman.
Por eso la viven mejor.
FUERZA Y PAZ.