No hay autoconfianza sin audacia.
Sin cierta inclinación al peligro.
A lo nuevo, desconocido y inseguro.
Cuando era niño tenía un hobby junto a dos amigos más. Era, ni más ni menos, que meternos campo a través y descubrir casas abandonadas. Y, por supuesto, meternos dentro.
El mejor momento no era cuando entrábamos y escudriñábamos el lugar.
El mejor momento era antes. Cuando nos quedábamos frente a la casa y decidíamos si entrar o no.
Pensar quién sería el primero en «echarle huevos».
Pensar también si habría alguien dentro.
Pensar si habría espíritus o restos de ritos satánicos.
O si la mismísima casa se nos caería dentro al entrar.
Lo bueno de la historia es que solo nos rajamos una vez: la primera vez.
Era una casa de dos plantas con tablones en las ventanas y un ejército de higueras secas alrededor.
Nos quedamos mirándola algo así como quince minutos. Teníamos tanto miedo que no había espacio ni para el típico «a ver quién le echa pelotas a esto…». De repente se escuchó un ruido que no sabría describir hoy y partimos a correr. Corrimos hasta llegar a una carretera. Una vez ahí y a salvo nos quedamos jadeando, con las manos en las rodillas, mientras nos mirábamos. Sin que nadie dijese nada nos decíamos con la mirada «eres un cobarde, igual que yo».
Volvimos y entramos. Y después en todas las de la comarca durante un verano entero.
Al volver al colegio, éramos otros niños. Confiábamos más en nosotros mismos. Sentíamos una nueva seguridad. Una audacia pueril pero valiente, lo cual era mucho para unos niños de nueve o diez años.
El riesgo, el peligro y la inseguridad nos hicieron crecer. Sin duda.
FUERZA Y PAZ.
Y AUTOCONFIANZA.