Toda la inteligencia y la capacidad del mundo no valen nada sin autoconfianza.
Serán como un reproductor de música de lujo sin altavoces. Fantásticamente inútil.
Una vez conocí a un chico cuyas capacidades eran mediocres pero su autoconfianza era majestuosa.
Por allá donde pasaba el suelo le besaba los pies. Fallaba cuatro de cada cinco. Pero acertaba la otra.
Por cada veinte derrotas ganaba cinco. Mucho más que la mayoría de sus coetáneos.
Entendió pronto de qué iba este juego y nunca ha dejado de practicarlo.
Lo mágico no es que su autoconfianza compensara su «mediocridad» sino que terminó curándola.
Le permitió aprender como solo aprenden los que se sientan en primera fila.
Como solo aprenden los que no temen decir «no lo he entendido, ¿me lo puedes volver a explicar?».
Como solo aprenden los que se dicen «aprenderé a hacerlo bien, aunque se me dé mal un tiempo».
FUERZA Y PAZ.
Y AUTOCONFIANZA.