Estaba en mitad de un partido de fútbol. Tenía unos 16 años. Ya había discutido minutos antes con el árbitro, pero nada del otro mundo, nada grave. No le caí bien, lo noté de inmediato.
En una de las jugadas me tocó defender y estaba corriendo hacia mi portería intentando llegar a un ataque del equipo contrario. Tenía a dos rivales a mi altura, uno a cada lado. Y más adelante, el árbitro, que me daba la espalda.
En esas que los dos rivales que tenía cerca comenzaron a discutir fuerte entre ellos hasta que el que tenía a mi derecha le dijo al otro: «Eres un hijo de puta».
Entonces el árbitro tocó el silbato, paró el partido, se dio la vuelta hacia donde estábamos y yo, al momento, pensé: «les va a echar la bronca por insultarse aunque sean compañeros».
Pero no. Ni por asomo fue así.
Se sacó la tarjeta roja del bolsillo y me expulsó a mí. Sí, por en teoría llamarlo hijo de puta.
Me quedé seco. No entendía qué estaba pasando. No lo asimilaba. Busqué con la mirada al entrenador que había entrado al campo para preguntarle al árbitro el porqué de mi expulsión.
—Me ha llamado hijo de puta —dijo el árbitro.
—Yo no le he escuchado abrir la boca —respondió mi entrenador.
Pero daba igual. Me expulsó y no iba a jugar más.
Mi entrenador me pidió que me fuese del campo. Yo obedecí, en shock.
Cuando estaba a punto de salir del campo, un poco más consciente de lo que acababa de pasar, me detuve. Me di la vuelta y me fui corriendo hacia el árbitro. Quería matarlo. Me sostuvieron entre cinco o seis compañeros de uno y otro equipo. Yo lloraba poseído por la rabia.
El jugador del otro equipo que había dicho lo de hijo de puta, viendo la que se había liado, fue a hablar con el árbitro y le dijo que yo no había dicho nada, que había sido él que se lo había dicho a un compañero.
El árbitro dijo que le daba igual, que estaba expulsado y punto. Lo escuché todo. Entonces ya necesitaron a una decena de tíos en forma para pararme.
No digo esto con orgullo, es más… me avergüenza mi conducta pero en honor a la verdad lo cuento como realmente fue.
Mi madre, que andaba por allí, me cogió del brazo, me metió en su coche y me llevó a casa. Lloré durante horas.
No seáis nunca injustos con nadie. No creo que haya nada peor.
Y si os equivocáis con alguien, admitidlo y pedid perdón.
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FUERZA Y PAZ.